Marosa di Giorgio


Señales mías

Con estas “Señales Mías”, Marosa di Giorgio se presentaba a los lectores de la primera edición de Druida (Caracas, 1959).


Vine  a la luz en este florido y espesante Salto del Uruguay, hace un siglo, o ayer mismo, o mismo ahora, porque  a cada instante estoy naciendo. Era por junio y por domingo y a mitad del día. Imagino el rostro pálido de mi madre, y más allá a los campos con escarcha crecida –como mármol levísimo, lúcido, adecuado sólo para construir estatuas de ángeles- y con las telarañas cargadas de perlas, y las naranjas como bombas de oro, olvidado ya el azaharero origen. Y del campo hablo, porque a él partí, apenas vivido ocho días. La casa de mis abuelos era larga, oscura y baja, y su edad, de cien años, y apropiada sólo para que la morasen fantasmas, o algunas gentes extrañas y hermosísimas, o un animal blanco y poderosamente milagroso. En su torno todas las flores se ceñían y todas las bestias y las sombras todas y los destellos. Yo partí de ella sólo para ir a la escuela; pero, la escuela quedaba apenas mas allá y también bajo las flores; borroneó mi caligrafía primera el polvo amarillo de la garganta de las amapolas.
Los seres que vivieron conmigo aquellos años – digo abuelos, padres, tía, prima, hermana, algunos ya muertos, pero no muertos- se me mostraron siempre silenciosos e irisados. Me amaban entrañablemente y les amé – o les amo- con locura. Y recuerdo también a los animales que colaboraron con nuestras vidas, que abrían cerca de nosotros, sus caras santas, sus ojos bonísimos, y aunque de ellos no resten ni los huesos, segura soy de reencontrarlos alguna vez.
Por aquel entonces, Dios ya me quería, me amó siempre con voracidad. Como yo era una niña, él venía a mí alegremente; jamás se me mostró austero. A veces, hasta se disfrazaba de amapola, se ponía una bonita máscara rosada, o de venado y usaba dominó velludo y color oro. Por entonces, Él me dijo que mi único destino era escribir poemas. Y yo le escuché sencillamente, sintiendo que iba a obedecerle.
En las noches de aquellos días, el rocío paseaba de este a oeste, de sur a norte, sus manadas titilantes, y levantábase el manzano coronado de rosas, y un caballo claro como la nieve, volaba amenazándonos y sólo deslumbrándonos, desde un extremo a  otro, de la heredad.
En las noches de aquellos días yo ya concebí la loca idea de que tenía que salir a la aventura, realizar alguna expedición nocturna, a espaldas de mis padres, ir hacia el pueblo, sigilosa, y porque sí; me parecía que debía vestir ropas extrañas y golpear la puerta de los vecinos, macabramente. Ya había hallado la zona erizada y deliciosa en la que desde entonces habito.
Apenas rosado el umbral de la adolescencia. Dios me quitó el bosque. Y me trajo a la ciudad, que, con todos sus espejos y sus flores, no es el bosque. Mucha gente empezó a deslizarse en mi torno, a indagar en mi rostro; pero, inútilmente.

           Cumplí los estudios del bachillerato como casi todas las niñas del mundo. Sólo que, muchas veces, una luciérnaga, venida de antes, me calcinó los deberes.
Y después, el teatro; pero, el teatro es otra forma de poesía. En 1953, Dios me dijo que echase a volar Poemas; lo que en ellos cuento, y que, a tantos pareció tan raro, es verídico. En 1954, la gracia angélica de Conie-Jean reprodujo aquellos Poemas en esta selecta Lírica; en 1955, logré el más fiel

retrato de mi médula, de mi sangre, de mi alma: Humo; cinco de cuyos poemas fueron generosamente reeditados al año siguiente, por el poeta Ortiz Saralegui en sus Cuadernos Julio Herrera y Reissing. En 1959, Druida. Druida, porque una de mis raíces es celta.

           A todos aquellos seres- de mis huesos y de mi alma- que vivieron conmigo la edad del bosque, recuerdo en este instante, intensamente. No he de nombrarlos a todos; pero a Rosa-mi abuela muerta-, a mis padres Pedro y Clementina y a mi hermana Nidia:

Gracias, en el umbral de este libro y de todos los libros…Gracias…por todas las cosas.



                                                                      
                                                                               Marosa di Giorgio Médici